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Albañiles
Yo soy albañil por casualidad. Vamos, por casualidad y porque mi primer trabajo fue de peón. De peón de ajedrez. 
A mí me gustaban más las damas, ¡dónde va a parar!, ¡de los tíos como que paso!, y cuanto más buenas estuviesen, mejor, pero me tuve que conformar con el ajedrez. Y me encantaba.
Ser peón de un ajedrez viviente no os creáis que era trabajo fácil, no, que el caballo gastaba mala leche y, además de escupirte y de relincharte al oído para dejarte sordo, cuando se enfadaba porque no le salía la jugada, arreaba cada coz…
Ocurrió que, cuando me despidieron, porque se instauró la República y nadie quería hacer de rey ni de reina, porque estaba mal visto, pues me apunté al paro.
- ¿Ha trabajado usted en algo? – me preguntó un señor muy amable.
- Pues sí, de peón.
Y me mandó a un sitio en donde iban a construir.
- ¿Pero dónde me ha mandado este hombre?
Allí me encontré con el Jefe de Obra. Pronto me di cuenta de que gastaba mal humor: contaba unos chistes muy malos.
Le dije que era peón y que me habían enviado del paro y me dijo.
- ¡Pues qué bien, porque necesitamos peones!
Me puso a la vista un papel donde ponía que trabajaría de peón y, aunque no veía que por allí hubiera ningún “tablero de ajedrez “pintado en el suelo, pues firmé el contrato.
Cuando me presentó a mis compañeros, lo primero que pregunté es que quiénes iban a hacer de reyes, porque para reinas había una mujer y uno, que se llamaba Mariano, que tenía unas maneras… Y me miraron de una forma muy rara, como si no supieran de qué iba la pregunta.
- ¡Pero de qué rey ni de qué historias! Aquí vamos a construir -, me dijo uno de mala leche.
Me dieron un mono y un casco y hasta ahora.
Lo primero que nos mandaron hacer fue una nave. ¿Para qué la queremos, pensaba yo, si aquí no hay mar? Pero como al lado había una charca, no quise decir nada.
Más tarde construiríamos un bloque de siete plantas: el abedul, el roble, el pino, el chopo, el alcornoque, el nogal y el sauce triste.
En la nave metíamos de todo: prisa, miedo, la pata, mano… a la Llana.
Mariano nos quería mucho a todos, pero ninguno le compensábamos y nos dejó a los pocos días. Dicen las malas lenguas que un hombre le tocó la parte trasera del nombre y ha cambiado mucho. Ahora se llama Mari, a secas. 
La Llana era una compañera, la única que teníamos. Era un poco ligera de casco: se la caía continuamente.
Al Jefe de Obra le llamaban Bordillo, porque decían que era un poco borde.
El jefe de Obra era arquitecto y le gustaban mucho los planos: los pechos de la Llana.  Se comentaba que no tenían secretos para él.
Para tener los planos más cerca, la puso a trabajar en la oficina.
Todos los días nos cambiábamos en una caseta que había al lado de la nave: el peón se hacía oficial, el jefe de obra maquinista, el maquinista…
Como no sabía apenas nada de albañilería, trabajé de traidor: Rafa, tráeme esto; Rafa, tráeme lo otro…
Poco a poco me fui familiarizando con los útiles de trabajo. Descubrí que había un aparato que siempre estaba enfermo. De gota. Se llama nivel.
Y que existen azulejos de todos los colores, no sólo azules.
Repito que yo de albañilería sabía muy poco, pero después de mí llegó otro que sabía
menos.
Empezó a trabajar con nosotros por casualidad, como yo. Era más joven que el vino al que le quedan unos cuantos años para salir de la uva.
Como andaba más flojo de pasta que un estreñido del estómago, se le paró la moto justo a la puerta de la nave porque se le había quedado sin gasolina.
Estaba mirando el depósito, por si acaso ocurría el milagro de que apareciera lo que de sobra sabía él que había desaparecido por completo, y no por un milagro, cuando escuchó:
- ¡Mortero!
Y, como pensó que le llamábamos, se acercó adonde estábamos.
- ¡Buenos días!
- ¡Buenos!
Y nosotros a lo nuestro, sin hacerle caso. Hasta que, mosqueado, preguntó:
- ¿Qué me queríais?
- ¿Nosotros?
- ¡Joder! ¡Como me habéis llamado!
- ¿Qué nosotros te hemos llamado?
- O vosotros o alguno de por aquí, que lo he oído bien claro: ¡Motero!
Nos partíamos de risa.
¡Mortero, majo, mortero!, le rectificó el Oficial.
Aclarado el malentendido, nos contó que se había quedado sin gasolina y sin dinero y, como necesitábamos peones, el Jefe de Obra le contrató.
El primer día de trabajo, le dijo el Oficial:
- ¡Venga, vamos al Tajo!
- ¡Jo, qué bien! – exclamó todo contento-.  Empezamos con unas vacaciones a Toledo.
Fijaos si sabía poco de albañilería que se creía que las rozas eran los tocamientos que se hacen los novios cuando se dan el lote.
Se creía que el mazo era el tercer mes del año.
Se creía que el hormigón era una hormiga grande.
Se creía que la escuadra es donde se guardan los caballos.
Se creía que el mallazo era un mes de mayo de 32 días. O más.
Se creía que el rastrillo era el  rastro que deja uno que pesa poco.
Se creía que la cizalla era “eso que sale al lado del grano, es negro y no se come”.
Se creía que el martillo era un martes que se hace corto.
Le mandaron medir una distancia para comprobar si tenía la misma medida que otra y le preguntaron:
-¿Concuerda?
Y él contestó:
- No. Lo he medido con el metro.
Le mandaron que acuñara un puntal y se puso a mecerlo.
Pronto espabiló.
- Trae la llana -, le mandó el Oficial un día.
Y se fue a buscar a la querida del Jefe de Obra.
Le despidieron por culpa del cableado. No, no fue por culpa de unos cables, no, sino por culpa del Cableado. Vamos, del jefe, que así le llamábamos porque siempre estaba enfadado.
- Esta mañana, dale al pico-, le ordenó para castigarle porque le había informado el Oficial de que había vagueado el día anterior.
Y se pasó toda la mañana hablando sin parar. Y la tarde buscando el redondel de medir agujeros.
Fue el último día que estuvo con nosotros. Ocupó su puesto un gitano, que tampoco tenía ni idea de nada. ¡Y era más vago...!
Vio un pico y no se le ocurrió otra cosa que decirle al Oficial:
- Pero payo, ¿adónde está el enchufe de esto?
Eso de cavar no lo podía ni oír. Le decía el Oficial, echándole la bronca:
- ¡Ay, cavar, cavar!
Y el respondía:
- Eso digo yo, que hay cada bar.
Un día había que marcar unas rayas en una pared y le pidió el Oficial:
-Tráeme la bota.
-Pero payo, ¿es que sólo te vas a poner una? -, preguntó.
Otro día le pidió un tubo de 160
- ¡Vale!
Y se fue. Estuvo dando vueltas un rato. Como tardaba en volver, tuvo que ir a buscarle.
- ¿Qué haces?
- Pos nada, payo. Buscando dónde hay ciento sesenta tubos para coger uno.
Otro día le ordenó:
- Haz una masa.
Y nos fue buscando a todos, uno por uno, para que nos reuniéramos.
Otro día le pidió la sierra.
- ¿Y qué es una sierra?
Una hoja de acero con una empuñadura de madera. Y aclaró, para que se enterase:
Y corta.
- ¿Cómo de corta? No sea que me vaya a confundir de herramienta.
El Oficial no sabía qué hacer con él. Sólo os digo que una vez le mandó a por el cortafríos y apareció con una estufa.
Cuando terminamos el bloque de doce pisos, dijo el Oficial:
- Por último, vamos a poner la bandera.
Y él exclamó:
- ¡Jo, qué bien! Nos van a lavar la ropa.
Pero tenía la mala costumbre de cortarse las uñas con las tijeras de los andamios y, antes de que empezáramos a construir otro bloque, que era de hielo, porque hacía mucho frío todos los días, tuvo la mala suerte de que se le abriera mucho una tijera y, en vez de las uñas, le cortara el brazo.
El gitano no volverá, pobrecito, para comprobar que, de lavarle la ropa la empresa, ni hablar, pero yo sigo aquí, de peón, con mis queridos compañeros, el Oficial, el Cableado, el Bordillo, la Llana… Y aquí seguiré, si me lo permiten,  hasta que, igual que hubo un levantamiento contra la monarquía, haya un levantamiento contra la república y se vuelva a instaurar la monarquía, y las personas no tengan miedo a ser reyes.
A ver si eso ocurre pronto y vuelvo a mi verdadero oficio, que no es que tenga nada contra el oficio que ahora ejerzo, ¡ni mucho menos!, pero mi verdadero oficio es el de peón de ajedrez.
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