Desde el día que probó los senos de su madre, se hizo adicto al chupeteo. O estaba chupando o estaba llorando. O su madre le daba la teta o él daba la tabarra. Su madre no sabía qué hacer para que se callara. Bueno, sí: darle la teta.
Como estaba obsesionado con chupar, le llamaban El Chupa.
Era alto y muy chupao. Parecía un cuerpo con la carne erosionada. Mira que era chupón pero no engordaba el tío.
Cuando dejó de chupar los pechos de su madre, quería chuparse los dedos. Y los de tres y los de cuatro y los de cinco...Pero su madre le reprendió, informándole de que los otros pechos eran para otros niños. Entonces no le quedó más remedio que chuparse los dedos.
Era el más listo de la clase. Todas las materias que se impartían le resultaban fáciles.
-Esto está chupao –decía.
El primer día que jugó al fútbol, se le puso un contrario enfrente y no sabía qué hacer. Su entrenador le ordenó:
-¡Chúpale!
Y se puso a lamerle todo contento.
-¡Pero qué haces, chaval! -, le abroncó el entrenador.
Decía que el fútbol no le gustaba porque se chupa con los pies en vez de con la boca. ¡Y no hay color! Aunque la verdad era que no disfrutaba jugando al fútbol porque todos sus compañeros le chupaban. Sus amigos le llamaban:
-¿Te vienes?
-No, que sois unos chupones.
Cambió a sus amigos por otros menos chupones pero, como jugaba tan mal, sólo hacía que chupar banquillo.
Al Chupa le encantaban las chupas.
Su primera chupa era de la na. Vamos: que la robó.
Comentaba que su chupa no era cazadora, que nunca había cazado.
Aunque era muy listo, se cansó de estudiar y se puso a trabajar en un bar. Allí conoció a la Chus. La Chus era muy dulce y estaba muy buena. A veces, un poco empalagosa.
A la Chus le gustaba llevar bonitos envoltorios: era muy chusla.
Fue un amor a primera vista. Como él no se decidía, la Chus le preguntó:
-¿Quieres ser mi par?
Y él, a saber en qué estaría pensando, la contestó:
-Sí, te quiero chuspar.
Aquel mismo día le hizo los primeros chupetones. Y los segundos... y los terceros...
Para celebrarlo, la invitó a cenar con lo que chupaba del bote del bar.
-¿Adónde quieres ir?
-Al restaurante Mariano, que tiene siete tenedores por persona según la guía del Michelín.
La guía del Michelín es una guía con una foto de una persona con muchos pliegues de gordura que, además, indica los establecimientos donde les ha adquirido y los califica con más o menos tenedores, según su valía.
Yo no comprendo cómo tiene tanto prestigio porque a la gente no le agradan los michelines.
La Chus no tenía michelines. Sólo tenía uno: la guía.
Aunque se sintieron engañados porque no les pusieron los siete tenedores por persona que anunciaba la guía, todo lo que cenaron estaba para chuparse los dedos.
Para terminar se bebieron unos cuantos chupitos.
Y después, cuando la llevaba casa, ¡les cayó una chupa de agua!
Él, muy galante, le colocó su chupa sobre la cabeza para que no se mojara. ¡Y la chupa chupó una de agua!
La Chus le pidió:
-¡Chúpame una oreja, que me pone mucho!
Y él la contestó:
-Una oreja, no: las veinticuatro horas del día.
La Chus le hizo un chupón. Y se lo regaló. Y él estaba contentísimo con la enorme chupa que le había regalado la Chus.
La Chus cambió su vida. Antes de ella era todo chuspar y con ella fue todo pa Chus.
Y fue la causante de que cambiara su paodo: si antes de conocerla le llamaban El Chupa, a secas, sin especificar lo que chupaba, ahora le llamaban El Chupachús.
Chupachús.
La Chus era una de la chusma, o sea, una mujer corriente. Pero también sabía andar despacio, no os creáis.
Además, muy atenta. Cuando oía:
-¡Chuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuusssssssssss!
Se pensaba que la llamaban y se acercaba a preguntar:
-¿Qué quieres?
-¡Que te calles!
¡Y se cogía un cabreo!
No le importaba que la llamaran:
-¡Chuuuuuuuuuuuuuuuuuussssssssssssss!
¡Pero eso de que le dijeran que se callara...!
Algunas personas con un poco de mala leche, cuando estornudaban, se lo dedicaban a ella.
-¡Aaaaaaaa... Chús!
El Chupachús era muy feliz porque podía chupar cuando quería. Le quitaba el envoltorio y ¡ ala!, a chupar. Pero la Chus no estaba hecha para un solo paladar y se marchó con un chupatintas.
Al Chupatintas también le gustaba chuparla y hacerle chupetones. Y a ella le agradaba más el Chupatintas porque, aunque chupaba peor que El Chupa, le llenaba el cuerpo de colores, según la tinta que hubiera chupado. Y eso molaba mucho.
El Chupa estaba celoso y un día que los vio juntos se acercó y, llamando a un lado al Chupatintas, le dijo señalando a la Chus:
-Eso está chupao.
-Pero ya no lo vas a chupar más –aseguró el Chupatintas-. ¡Chupate ésa! -exclamó, señalando a una con la que nadie quería estar.
En pocos días, El Chupachús, el pobre, se quedó en el palo.
Agarró el chupón que le había regalado la Chus y, de una patada, lo mandó a regatear a un campo de fútbol que había lejísimos de allí.
Para consolarse, se lió a beber chupitos.
Y para chupar algo, se compró un chupete, ese objeto que de niño no le gustaba chupar y que, aunque no sabía a nada, estaba más bueno que la hembra que le había indicado el Chupatintas.
Y para que supiera a algo, lo untaba en los chupitos.
En poco tiempo, se quedó hecho un palillo.
Y terminó metido en una caja de palillos.
¡Por culpa de un caramelo!